La cosa más
extraña de esta novela es su narrador, mejor dicho, su narradora: la Muerte. Ella es la que nos cuenta en
primera persona la historia de Liessel, una niña alemana que descubre durante
la segunda guerra mundial el placer de la lectura y el horror de la guerra. En
esta historia se cuenta como es la vida como ciudadanos comunes que intentaban
seguir con sus vidas mientras se desarrollaban a lo lejos terribles
acontecimientos. Como es el caso de la familia a la que llega Liessel.
La ladrona de libros.
Autor:Markus Zusak
Género: Novela
Subgénero: Literatura juvenil y
novela histórica
Tema(s): Segunda Guerra Mundial,
muerte y Tercer Reich
Ambientada en Alemania.
******SINOPSIS.******
Érase una
vez un pueblo donde las noches eran largas y la muerte contaba su propia
historia.
En el pueblo
vivía una niña que quería leer, un hombre que tocaba el acordeón y un joven
judío que escribía cuentos hermosos para escapar del horror de la guerra. Al
cabo de un tiempo, la niña se convirtió en una ladrona que robaba libros y
regalaba palabras. Con éstas se escribió una historia hermosa y cruel que ahora
ya es una novela inolvidable.
PRÓLOGO.
Una montaña
de escombros
Donde
nuestra narradora se presenta a sí misma.
La muerte y tú
Primero los
colores.
Luego los
humanos.
Así es como
acostumbro a ver las cosas.
O, al menos,
así intento verlas.
****UN PEQUEÑO DETALLE****
Morirás.
Sinceramente,
me esfuerzo por tratar el tema con tranquilidad, pero a casi todo el mundo le
cuesta creerme, por más que yo proteste. Por favor, confía en mí. De verdad,
puedo ser alegre. Amable, agradable, afable… Y eso sólo son las palabras que
empiezan por «a». Pero no me pidas que sea simpática, la simpatía no va
conmigo.
****RESPUESTA AL
DETALLE****
ANTERIORMENTE
MENCIONADO
¿Te preocupa?
Insisto: no tengas miedo.
Si algo me distingue es que soy
justa.
Por
supuesto, una introducción.
Un comienzo.
¿Qué habrá
sido de mis modales?
Podría
presentarme como es debido pero, la verdad, no es necesario. Pronto me
conocerás bien, todo depende de una compleja combinación de variables. Por
ahora baste con decir que, tarde o temprano, apareceré ante ti con la mayor
cordialidad. Tomaré tu alma en mis manos, un color se posará sobre mi hombro y
te llevaré conmigo con suma delicadeza.
Cuando
llegue el momento te encontraré tumbado (pocas veces encuentro a la gente de
pie) y tendrás el cuerpo rígido. Esto tal vez te sorprenda: un grito dejará su
rastro en el aire. Después, sólo oiré mi propia respiración, y el olor, y mis
pasos.
Casi siempre
consigo salir ilesa.
Encuentro un
color, aspiro el cielo.
Me ayuda a
relajarme.
A veces, sin
embargo, no es tan fácil, y me veo arrastrada hacia los supervivientes, que
siempre se llevan la peor parte. Los observo mientras andan tropezando en la
nueva situación, la desesperación y la sorpresa. Sus corazones están heridos,
sus pulmones dañados.
Lo que a su
vez me lleva al tema del que estoy hablándote esta noche, o esta tarde, a la
hora o el color que sea. Es la historia de uno de esos perpetuos
supervivientes, una chica menuda que sabía muy bien qué significa la palabra
abandono.
Junto a las vías del
tren
Vi a la
ladrona de libros en tres ocasiones.
Lo primero
que apareció fue algo blanco. Un blanco cegador.
Probablemente
estarás pensando que el blanco en realidad no es un color y toda esa clase de
tonterías. Pues yo te digo que lo es. El blanco es sin duda un color y,
personalmente, no creo que te convenga discutir conmigo.
****UN ANUNCIO
RECONFORTANTE ****
Por favor, a pesar de las amenazas
anteriores,
conserva la calma.
Sólo soy una fanfarrona.
No soy violenta.
No soy perversa.
Soy lo que tiene que ser.
Sí, era
blanco.
Daba la
impresión de que todo el planeta se había vestido de nieve, que se la hubiera
puesto como tú te pones un jersey. Las pisadas junto a las vías del tren se
hundían hasta la rodilla. Los árboles estaban cubiertos con mantos de hielo.
Como debes
de imaginar, alguien había muerto.
No podían
dejarlo tirado en el suelo. Por el momento no era un gran problema, pero la vía
pronto quedaría despejada y el tren tenía que continuar la marcha.
Había dos
guardias.
Había una
madre con su hija.
Un cadáver.
La madre, la
niña y el cadáver estaban quietos y en silencio.
—¿Y qué
quieres que haga?
Uno de los
guardias era alto y el otro bajo. El alto siempre hablaba primero, aunque no
era el jefe. Miró al bajo y rechoncho, de cara rubicunda.
—No podemos
dejarlos así, ¿no crees? —respondió.
El alto
estaba perdiendo la paciencia.
—¿Por qué
no?
El más
bajito estuvo a punto de estallar.
—Spinnst
du?! ¡¿Eres tonto o qué?! —gritó a la altura de la barbilla del alto. La
repugnancia le inflaba las mejillas, la piel se le tensaba—. Vamos —ordenó,
avanzando con dificultad por la nieve—. Si hace falta, cargamos a los tres. Ya
informaremos en la siguiente parada.
En cuanto a
mí, ya había cometido el más elemental de los errores. No encuentro palabras
para describir cuánto me enfadé conmigo misma. Hasta ese momento lo había hecho
todo bien. Había estudiado el cielo cegador, blanco como la nieve, al otro lado
de la ventanilla del tren en movimiento. Prácticamente lo había inhalado, pero
aun así vacilé, me dejé doblegar: la niña llamó mi atención. La curiosidad pudo
conmigo y, resignada, me quedé el tiempo que me permitió mi apretada agenda, y
observé.
Veintitrés
minutos después, cuando el tren ya se había detenido, bajé con ellos.
Llevaba en
brazos una pequeña alma.
Me quedé un
poco apartada, a la derecha.
El eficiente
dúo de los guardias se volvió hacia la madre, la niña y el pequeño cadáver.
Recuerdo con claridad que ese día podía oír mi respiración, alta y fuerte. Me
sorprende que los guardias no advirtieran mi presencia al pasar a su lado. El
mundo se estaba hundiendo bajo el peso de la nieve.
La pálida y
famélica niña estaba a unos diez metros a mi izquierda, aterida.
Le
castañeteaban los dientes.
Tenía los
brazos cruzados y congelados.
Las lágrimas
se habían helado sobre el rostro de la ladrona de libros.
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